Ekaterimburgo, tumba zarista, mafia, baile y shashlik

Ekaterimburgo es la cuna de Boris Yeltsin, primer presidente de la Federación de Rusia tras la caída de la Unión Soviética en 1991. Llegó al poder con el 57% de los votos, y cuando renunció en diciembre de 1999 (increíble coincidencia con Argentina, las peores crisis se atraviesan en diciembre), apenas retenía un 2% de popularidad según sondeos internacionales.
Casi una década de corrupción, poder oligárquico, mafias, guerras con Chechenia, intentos de golpes de estado e inestabilidad socio-política, había desgastado su imagen. No obstante, en su ciudad su memoria es honrada con el imponente Boris Yeltsin Presidential Center.

Son 7 pisos sofisticadamente iluminados y ambientados con detalles del archivo personal del exmandatario a cuyo funeral en 2016 concurrieron George Bush (padre) y Bill Clinton, el viejo líder polaco Lech Walesa y, por supuesto, Mijaíl Gorbachov, quien hiciera el anuncio oficial de la ruptura de la Unión Soviética en 1991, la capitulación del sistema y el fin de la Guerra Fría. La cuarta ciudad más grande de Rusia, con sus más de 1,5 millón de habitantes, tiene una importancia militar capital para el país. Y estratégica también al estar emplazada en el límite con Asia localizado en los Montes Urales.

Asistimos a un montón de contrastes. Incluso a diario. Pasar de la historia a lo frívolo, y de la frivolidad a la emoción más profunda. Esta mañana, por ejemplo, arrancamos presenciando un concurso de baile latino y clases especiales de Rafael Santos, un brasileño nacido en Bahía cuyos movimientos ejercen notable magnetismo sobre centenas de chicas rusas amantes de la salsa, la samba, y el "baile caliente".

Luego, si en Volgogrado nos sobrecogió enterarnos de que en el interior de un cofre en Mamayev Kurgan hay un manifiesto de los soldados sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial fechado en 1945, en Ekaterimburgo nos envuelve el rostro de metal de una ciudad moderna y poderosa que no puede alejarse del todo de sus propios fantasmas por más que lo intenta.


El manifiesto enterrado en la vieja Stalingrado debe ser abierto en 2045 como estímulo para la juventud. Para que valoren el sacrificio que ofrecieron por su tierra millones de soldados y sus familias 100 años antes para rescatar al país de caer en las garras del fascismo. En cuanto a la antigua Sverdlovsk (así se llamó Ekaterimburgo hasta 1991, cuando adoptó el nombre de Catalina La Grande), ha sido casi por decantación que en los convulsionados años '90 se la conociera como la Chicago rusa. Lógico. Había heredado los niveles de violencia de setenta y pocos años antes cuando, según cuenta la historia oficial, en julio de 1918 fueron asesinados acá por La Revolución no sólo el Zar Nicolás II, la Zarina Alejandra y sus cuatro hijos, sino una era entera. La del zarismo.

En el lateral del edificio del Centro Presidencial Boris Yeltsin una bandera rusa electrónica gigante flamea orgullosa. Un rato antes hemos tenido la oportunidad de observar a la gente, los hinchas y el entorno durante el partido entre los modestos Ural de Ekaterimburgo (flamante subcampeón de la Copa de Rusia) y Krylia Sovetov, en el que triunfan (1-3) los visitantes. Estuvo muy bien dialogar con las voluntarias que trabajan para el COL difundiendo las actividades recreativas previas al Mundial, y publicitando los eventos para que la gente empiece a vivir a pleno la Copa del Mundo.

Un rato antes nos llevamos un susto impresionante por sacar fotos y filmar en las inmediaciones del Estadio Central de Ekaterimburgo donde Uruguay, Perú y México se enfrentarán a Egipto, Francia y Suecia en la fase de grupos del Mundial. Un grupo conformado por 5 policías y militares nos quisieron llevar detenidos a Carolina y a mí por no haber respetado un pequeño cartel en una pared lateral, a 200 metros del estadio, que indicaba la prohibición de tomar imágenes.

Suerte que Maksim acudió para salvarnos el pellejo y cerrar la jornada degustando un extraordinario shashlik, ensaladas, sopas, delicias de mar y exquisita cerveza en el restaurante armenio de un amigo suyo. Por 1.500 rublos (27 dólares, unos 490 pesos argentinos) cenamos los tres hasta saciarnos e incluso nos llevamos un montón de bandejas de comida sobrante. Hasta ahora, nunca había ocurrido algo parecido.

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